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Desinterés en las urnas: ¿alarma democrática o evolución política?

La baja concurrencia a las votaciones se ha vuelto una tendencia cada vez más evidente en numerosos países. Tal es el caso que nos ocupa por las últimas elecciones en Argentina. Ya no se trata simplemente de una fluctuación temporal del interés ciudadano, sino de un fenómeno más profundo, que revela una crisis de representatividad, apatía generalizada y una distancia creciente entre la mayoría de los políticos y gran parte de la sociedad.

Resultado: las urnas se vacían no solo de votos, sino también de esperanza.

Uno de los elementos más perceptibles es la indiferencia; donde numerosos ciudadanos, en particular los jóvenes, expresan indiferencia hacia los procesos electorales, llegando a no votar incluso cuando se refiere a puestos cruciales para el rumbo de la nación. Esta inapetencia no se debe a la falta de conocimiento o al desinterés por los temas públicos en general, sino más bien en gran parte a la decepción en sí misma.

Los políticos han dejado de ser considerados un instrumento de cambio y se han convertido en detentadores de privilegios, corrupción y promesas no cumplidas, de cuestiones tan simples como hacernos la vida diaria más fácil y ágil.

¿Por qué debemos votar, si nada parece cambiar?

A este desencanto se suma la falta de propuestas innovadoras por parte de los partidos políticos tradicionales, donde en muchas campañas electorales, los discursos se repiten, los candidatos parecen réplicas unos de otros y los programas no logran conectar con las preocupaciones reales de la ciudadanía.

En las últimas décadas, la política en Argentina se ha vuelto predecible, desprovista de ideas nuevas o de líderes que inspiren confianza y renovación.

En este contexto, gran parte del electorado se siente desmotivado, incluso traicionado, con las consignas vacías y las promesas imposibles que solo parecen alimentar el cinismo y el alejamiento.

Sin embargo, más allá del contexto político, existen elementos sociales y económicos que también justifican la reducida participación. En períodos de crisis económica, cuando numerosas familias batallan para alcanzar el final del mes (o una quincena), las prioridades se transforman: la inflación, un paro, las deudas y la angustiante incertidumbre financiera sitúan a la clase política electoral en una posición secundaria.

La cuestión se hace instantánea para muchos vecinos: ¿qué relevancia tiene votar si no hay alimentos en mi heladera, o no puedo pagar la tarjeta o no llego al alquiler?

Cuando la urgencia prevalece, el sufragio parece un lujo lejano o un proceso sin repercusiones en la vida de los ciudadanos de a pie.

Asimismo, el voto ha perdido su carácter de herramienta transformadora para muchos sectores populares. En barrios donde la pobreza estructural es la norma, la política solo aparece en épocas de campaña. Fuera de ese período, el abandono estatal es evidente en varios distritos. (Esto genera una percepción, muchas veces justificada, de que el sistema solo funciona para algunos, mientras la mayoría queda fuera).

Por ende, esta exclusión simbólica y material alimenta la indiferencia: y se suele escuchar en la calle que “votar no cambia nada, porque nadie nos representa”.

Otra cuestión clave es la creciente personalización de la política. En lugar de construir proyectos colectivos, los partidos vienen girando en torno a figuras individuales, y la discusión política se convierte en una pelea de egos, donde los intereses de la población quedan bastante relegados. (Dificultando la identificación ideológica con las propuestas y reforzando la percepción de que la política es un espectáculo, no un espacio de transformación social).

Ante esto, muchos optan por el silencio con su ausentismo, antes que participar de una “farsa” y puesta en escena.

Además, en un mundo hiperconectado, donde la información circula sin filtros y a velocidades vertiginosas, la confianza en las instituciones se ve erosionada. Las noticias falsas, los escándalos constantes y la polarización extrema crean un clima de desconfianza generalizada. Todo se percibe como un juego sucio, y votar, como una pérdida de tiempo. En lugar de motivar la participación, la información constante puede terminar paralizando o incluso desinformando al ciudadano.

Ante esta situación, nos podemos cuestionar y pensar cómo recuperar la fe en el sistema y en los políticos de turno…

Ahora, la solución no es fácil, pero indudablemente implica una transformación significativa en la manera de realizar política, siendo que será imprescindible que los partidos dejen de lado el marketing vacío y retomen la conexión con las verdaderas necesidades de las personas.

¿Es necesario un cambio generacional, ético y programático? Seguramente que sí, pero también que sitúe a la ciudadanía en el núcleo. Asimismo, resulta crucial fortalecer la educación en civismo desde la infancia, para que el acto de votar retome su valor tanto simbólico como práctico.