Una vez más, el modo de justificar la vida cambió de rostro. Si antes la garantía estaba puesta en Dios y la comunidad, hoy se mide en la consagración de cierta identidad. La exigencia contemporánea no pasa tanto por la acumulación de bienes como por demostrar éxito y aspirar a trascender.
Así lo explica María Pilar García Bossio, profesora de Sociología en la Universidad Torcuato Di Tella y becaria doctoral del CONICET, quien analiza cómo este mandato atraviesa a la sociedad actual y por qué recae con más fuerza sobre los varones.
Según la RAE, el éxito es el “resultado feliz de un negocio, actuación”. En la actualidad, esa definición se traduce en un mandato social -el más imperante, tal vez-: medir cuán valiosa es la vida individual a partir de la acumulación de bienes tangibles que otros puedan ver, reconocer, validar. En otras palabras, el éxito material es requerido para justificar por qué somos merecedores (o no) de estar en el mundo.
El abanico de trabajos informales que ofrece la gig economy es cada vez más amplio. La flexibilidad horaria y la promesa de riqueza y fama convierten a influencers, streamers o traders en referentes de una nueva aspiración juvenil.
A ellos se suman figuras como los gym bros o los finance bros, que trasladan el mandato de éxito a una disciplina corporal o financiera casi obsesiva. El peor temor de esta generación ya no pareciera ser la pobreza solamente, sino la rutina del empleado de jornada completa.
Encuestas recientes lo confirman: según el Gen Z and Millennial Survey 2025 de Deloitte, solo el 6% de los jóvenes aspira a ocupar cargos de dirección tradicionales, mientras que la mayoría prioriza independencia financiera y flexibilidad laboral.
En una encuesta de Harris Poll (2025), el 94% de quienes tienen entre 18 y 28 años afirmó soñar con alcanzar independencia económica antes de los 55, y el 60% cree que un empleo de tiempo completo no será suficiente para lograrlo.
En este escenario, muchos jóvenes buscan acumular capital o reconocimiento con la expectativa de liberarse pronto de las exigencias laborales. Pero, como advierte García Bossio, “esa búsqueda no tiene un tope, no tiene un límite natural”.
Quien logra un ascenso rápidamente aspira al siguiente, el que compra un auto nuevo pronto desea uno mejor, y el influencer que alcanza 10 mil seguidores ya sueña con multiplicarlos. Lo que parecía un atajo hacia la autonomía termina funcionando como una trampa de acumulación constante que, lejos de romper con el sistema, refuerza la dependencia de él.
EL SER Y EL HACER: DIFERENCIAS ESENCIALES
García Bossio distingue diferencias en cómo hombres y mujeres se relacionan con este mandato y sostiene que esa brecha proviene de lo que históricamente se atribuyó como esencial a cada sexo. El pensador español Ortega y Gasset lo expresó del siguiente modo: “La excelencia varonil radica, pues, en un hacer; la de la mujer en un ser y en un estar; o con otras palabras: el hombre vale por lo que hace; la mujer, por lo que es”.
Ya en la Antigua Grecia, la areté -virtud reservada exclusivamente a los hombres en su calidad de ciudadanos- estaba ligada a conquistar, gobernar y proveer. “Durante siglos, los hombres fueron el orden del mundo. Hoy ese orden está disputado. Ya no alcanza con ser hombre para ser exitoso, tenés que demostrarlo”, resume la profesora.
Si bien el capitalismo no inventó el mandato masculino del “hacer”, sí parece haberlo acelerado al convertirlo en un recurso rentable. Allí donde antes el valor estaba en la hazaña moral o artística —una conquista, una obra, una invención—, hoy lo que cuenta es su capacidad de traducirse en riqueza y fama. De este modo, la exigencia de justificar la existencia a través del hacer se volvió un terreno fértil para el capital, que transforma esa vulnerabilidad en productividad y acumulación.
DE LO COMUNITARIO A LO INDIVIDUAL
“En la Edad Media había un orden rígido, donde la explicación del mundo y la trascendencia estaban puestas en Dios. Con la modernidad eso cambia: la Revolución Industrial transforma las formas productivas y de organización económica y social, y la Revolución Francesa ofrece una nueva explicación del orden del mundo: el individuo”, plantea García Bossio.
En las sociedades modernas, es común que el trabajo se erija como fuente principal de dignidad. El tono de la conversación adquiere un matiz sombrío cuando se nos pregunta qué hicimos ese día y la respuesta es: ‘’nada productivo’’. Esta idea de que “el trabajo dignifica” atraviesa credos, ideologías y sistemas políticos. De algún modo, la vida se legitima en la medida en que produce.
Durante el siglo XX —y al menos hasta la crisis de los Estados de bienestar en los setenta— el progreso económico todavía estaba ligado a cierta idea de comunidad. “Si bien ya no estaba Dios para ordenar el mundo, el progreso económico y el progreso personal seguían atados a la vida social y a instituciones sólidas, con un capitalismo anclado en un lugar”, explica García Bossio.
Hoy, en cambio, esos lazos se debilitaron y lo que queda es la búsqueda de satisfacción personal e individual, en un capitalismo volátil que empuja a producir de manera constante.
Ese reconocimiento, que antes se encontraba en la comunidad cercana, se traslada ahora a un escenario global. La validación se mide en seguidores, viajes, consumos o estética digital. En palabras de la especialista: “si la trascendencia no está en Dios ni en la comunidad, queda en mí mismo. Pero no alcanza con decirme ‘soy valioso’: alguien más tiene que confirmarlo”.
Así aparece la paradoja del éxito contemporáneo: la vida se organiza en torno a la urgencia de hacerse rápidamente un nombre para luego dedicarse a “lo que realmente se quiere” -el ocio, el disfrute-. Sin embargo, en ese intento de huir de la ansiedad que provoca la falta de éxito, se termina consumiendo ese mismo tiempo que se buscaba preservar.