La historia de Lowrdez Fernández activó un nuevo nivel de conciencia social. Un paso hacia la comprensión de las violencias y el peligro latente. Sí, peligro mortal. Voy y vengo, salpicada de recuerdos y noticias de actualidad. ¿Qué línea podemos trazar entre Leandro García Gómez, Juan Reverter, Facundo Brizuela y el artista Cacho Garay?
En Argentina, en el último mes, la cifra de femicidios aumentó de forma espeluznante: no solo por la cantidad (una mujer es asesinada cada 28 horas), sino por la crueldad y el ensañamiento contra esos cuerpos.
La certeza íntima que sentían la amiga de Lowrdez, Lissa Vera, y su madre, Mabel, lograron imponer la duda en un sistema que rechaza categóricamente la acción de prevención y abordaje.
* 24 de octubre de 2025: Logran rescatar a Lowrdez Fernández. La denuncia de su madre y su amiga la salvan. Su estado es de extrema vulnerabilidad. “La prefiero ofendida y viva que contenta y muerta”, sentencia Lissa.
* Privación ilegítima de la libertad agravada por violencia y el uso de narcóticos, reza el cambio de carátula que pesa sobre Leandro García Gómez, quien declaró con patrocinio de un defensor oficial, dio su versión de los hechos, no contestó preguntas y no solicitó la excarcelación.
¿Por qué tenemos que gritar tan fuerte para que nos escuchen?
¿Cuál es el límite entre lo privado y la intervención pública imprescindible para salvar la vida de una mujer víctima de violencia por razones de género?
Las estadísticas de ONU Mujeres revelan que 1 de cada 3 mujeres ha sufrido violencia física o sexual por parte de su pareja o expareja.
¿Qué se hace para no volver a la boca del lobo?
Una sociedad ciega nos exige tomar la decisión antinatural de correr cuando la violencia sistemática y la destrucción psicológica ya nos han tomado. No podemos. Ya estamos rotas. La alarma de supervivencia está desactivada por un mecanismo de vulneración perfectamente articulado por el violento.
No son enfermos. Me lo repito. Me corrijo. Me vuelvo a corregir. Son delincuentes. Son femicidas buscando el momento para desencadenar su ataque. Son asesinos.
* 24 de octubre de 2013: Mi expareja, Facundo Brizuela —histórico jugador de básquet de la Liga Argentina, condenado posteriormente por abuso sexual agravado por el vínculo—, un hombre de 2,05 m y 120 kg, decide al volante matarme y matarse en un accidente que salió mal. Acelera en el puente que une Viedma y Patagones (unos 8 km) con mi cuerpo inmovilizado, ahorcándome con una de sus manos (grandes como una notebook). En una calle que desemboca en el paredón de una casa, acelera. Atravesamos el paredón. El destino estuvo de mi lado: el auto no toca el árbol que sigue estoico a 15 cm de mi puerta. Una bolsa de arena al otro lado del muro frena lo que queda del coche y evita que entremos a la vivienda. Se activan los airbags. Solo me lastimo una pierna y el brazo derecho. El cuello, duro. Llega la policía. Sale el señor de su vivienda. La oficial me dice que me acompaña a hacer la denuncia. Le digo que no se preocupe. Lloro. Me aparta. Me pide que no tenga miedo. Le repito que quiero ir a mi casa. Me acompaña. Espera a que me acueste. Él se queda junto al auto. Pienso que no va a volver. Me equivoco. A la hora regresa a casa. Sin decir una palabra, se acuesta a mi lado. Me hago pis de miedo.
¿Cómo trazamos un protocolo real, responsable e infalible para llegar a tiempo?
¿Cuáles son esas alertas que se nos desdibujan cuando la distancia entre la vida y la muerte se acorta a tal punto que no vemos con nitidez el paisaje?
¿La burocracia judicial y la falta de perspectiva de género del sistema actúan como partícipes necesarios a favor del femicida?
Lo inapelable es la palabra VÍCTIMA. No hay justificación ni excusa. No hay contexto que desdibuje este rol clarísimo. No hay responsabilidad alguna en la persona sometida y vulnerada.
* 18 de febrero de 2023: Agostina Jalabert, modelo argentina, es asesinada en su departamento de Playa del Carmen. Su pareja era la única persona que se encontraba en el lugar. El personal de seguridad había llamado repetidamente a la policía. La hermana la encuentra supuestamente ahorcada desde un toallero a 50 cm del piso, que, según expertos, no soporta más de 5 kg. Agostina presenta signos de tortura, abuso sexual y quemaduras. El principal sospechoso está libre. Agostina hacía presencias en boliches, mostraba su cuerpo, vivía libremente hasta que su expareja, Juan Reverter, aparece en Playa del Carmen para terminar lo que había comenzado: un vínculo marcado por la violencia.
Carolina y Edgardo, padres de Agostina, ya habían intervenido en un rescate parecido al de Lowrdez, sin cámaras y sin denuncia judicial. Porque en las “mejores” familias, la violencia se oculta más.
Me siento frente a la computadora. No me salen las palabras. Agostina era la hija de mi primo Edgardo. La nieta del mejor amigo de mi papá. La heredera de mi rebeldía contra la hipocresía del pueblo. “Yo la veía tan parecida a vos”, repite su mamá. Siento mucha bronca y dolor. Siento que la sociedad vio a Agos como una “mala víctima”, por eso está muerta. Escupo un primer texto para hacer justicia post mortem:
“Nos enseñaron a guardar. Nos advirtieron que los trapos sucios se lavan en casa. Nos dijeron que no solo hay que ser, sino parecer. Los prolijos guardan, lavan los trapos en sus patios, se esmeran por no mostrar la hilacha. Otros, NO. Los desprolijos decimos todo. Amamos fuerte. Creemos. Mostramos bastante más que el hilo que sobra, mientras la moral nos respira en la nuca.
¿Cómo será vivir para los que pudieron seguir por el asfalto?
No tengo idea. Agos, supongo, tampoco tenía idea. ¿El riesgo? La mirada como herramienta de tortura. Entonces, nos cruzamos con alguien que ‘nos quiere’ pero que nos recuerda lo poco que valemos por sentirnos libres. Agachamos la cabeza por un abrazo más o menos largo, parecido a lo que nos enseñaron acerca del ‘amor’. El costo de aferrarnos con tal de sentirnos menos culpables por nuestra esencia es altísimo. A veces irreversible.
“¿Dónde estás?”, le pregunto a Edgardo.
Estoy en ruta, volviendo a casa con Agos, me responde. Tiene la voz crujiente, sangrante. Cande, su hermana, la trajo desde México en una caja, hecha un puñado de cenizas. Caro mira fotos de su hija todo el día. Sucede también en las mejores familias”.
Publico en mis redes. Voy a vomitar.
* 9 de abril de 2023: Verónica Macías denuncia a Cacho Antonio Garay por amenazas agravadas por el uso de armas, tenencia ilegal de armas de fuego de uso civil (tres hechos), abuso sexual con acceso carnal en un número indeterminado de hechos, abuso sexual doblemente agravado por ser cometido por dos personas y con el uso de armas en un número indeterminado de hechos, privación ilegítima de la libertad y desobediencia a una orden judicial; todo ello en concurso real y en contexto de violencia de género.
Un amigo periodista me adelanta el caso. Hago lo que sé hacer: entrevisto a la víctima y escribo una editorial que titulo Prohibido hablar de amor.
“Era invierno de 2010. Él me invitó a cantar en una gira por distintas provincias. Yo acepté, era mi oportunidad como cantante. Llegué al hotel donde se alojaban los músicos y comenzaron a repartir las llaves, pero no llegaba la mía. Él me dijo: ‘Vos estás conmigo’. No sabía qué hacer. Entro a la habitación, me tira contra la pared, me manosea mucho y me dice: ‘Vos hoy no vas a cantar’. Ahí sentí que se me venía el mundo encima, perdí la fuerza, no entendía nada. Luego me encierra y se va”.
El primer zarpazo es lo suficientemente contundente como para romperla. La gira continúa. Ya alojados en el nuevo hotel en Santiago del Estero, la embestida es bestial, como si cada ataque estuviese calculado para hacer de los cuerpos retazos en poco tiempo.
“Me violó brutalmente, no tengo palabras. Ahí sentí que estaba muerta”, relata Macías.
“Él era mucho de las llaves. Me encerraba. Durante todos esos años me tenía que vestir como él quería, me obligó a ponerme pechos grandes, me hacía limpiar mucho, cocinarle, llevarlo al médico. Yo hacía todo para evitar que se alterara, porque cuando se ponía loco o se emborrachaba, me torturaba. Él tenía elementos que le facilitaban sus amigos policías: picanas, ‘amansalocos’, palos de goma. La casa estaba llena de armas, hachas, machetes, cuchillos”, continúa.
La romantización de las parejas estables o uniones civiles oficia de “cómplice o partícipe necesaria” en las torturas intrafamiliares.
“Me dijo que tenía un embargo y debíamos casarnos. Yo estaba entregada. El 20 de marzo de 2020 firmamos el acta de matrimonio”, concluye.
La causa sigue su curso. Una estrategia judicial de la defensa de Garay alega situaciones de salud que permiten el arresto domiciliario. Según sus abogados, el juicio debería celebrarse pronto y la condena por la suma de los delitos probados superaría los 20 años de prisión.
¿Qué pasa cuando el plan del delincuente aspira a una perfección estratégica? ¿Cuánto juega la carta de la fama o el reconocimiento social y canta retruco con la carta del matrimonio?
El contexto socioeconómico juega un rol macabro a la hora de pensar en las víctimas, sumado al desmantelamiento de toda política pública para la prevención y abordaje de las violencias por razones de género: el programa Acompañar, hoy destruido, asistía a 320.000 mujeres, de las cuales el 44 % estaban en riesgo de vida. Salir de la casa donde acecha el violento es el paso más certero para correr el riesgo de muerte. Sin recursos y sin Estado, las mujeres quedan sin escapatoria.
A medida que le sacamos la cáscara a la fachada, vamos descubriendo que los femicidas tienen un manual de instrucciones que, en la mayoría de las veces, logra burlar las herramientas básicas de un sistema deshumanizado, cumpliendo su cometido: MATAR.






