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Convertirse en otro: Darío Lopérfido frente a la ELA

POR DARÍO LOPÉRFIDO (*)

Tener ELA es una mierda. No por la posibilidad de morir, que me tiene sin cuidado. La vejez me resulta odiosa; morir sin atravesar esa catástrofe humana, en cambio, me parece un alivio.

El problema de la ELA es que es una enfermedad sin épica. Un buen cáncer te da todo un tiempo con tratamientos espantosos durante el que podés aparecer pelado y decir “yo le voy a ganar al cáncer”. En la mayoría de los casos, el pelado se muere. Pero le deja un legado a su familia: que pueden decir “cómo la peleó”.

En mi caso, la ELA tardó un año en arruinarme un pie. Imposible meterle épica a eso. Por lo demás, no hay tratamiento dramático que sirva para explicar a familia y amigos que uno “la está peleando”; la ELA es una enfermedad de una ordinariez insoportable. No hay anécdotas para contar. Lo más heroico que te puede pasar es caerte. Yo me caí bastante, pero caerse da un poco la imagen de idiota. Caerte en la calle no puede competir con salir pelado de una sesión de quimio. Recuerdo al director de la Filarmónica de Berlín, Claudio Abbado, dirigiendo conciertos flaco y demacrado mientras el cáncer se lo comía. La pasaba mal, pero el público aplaudía el doble. El señor se estaba muriendo, pero el glamour era innegable.

David Bowie sacó Blackstar tres días antes de morirse de cáncer. En «Lazarus» canta: “Look up here, I’m in heaven/ I’ve got scars that can’t be seen”. Grabó el disco y el video muriéndose. Arte y glamour: enfrentar la muerte con belleza. Imagino a la muerte esperando a que Bowie terminara de grabar. Siempre lloro cuando veo el video.

La ELA no te deja nada de glamour. Caminás pésimo, la voz se te vuelve de borracho y comés con el riesgo de que se te caiga la baba.

La ELA no te deja nada de glamour. Caminás pésimo, la voz se te vuelve de borracho y comés con el riesgo de que se te caiga la baba. Chau NOBU, chau pizzería del barrio, fue un gusto conocerlos: ya no querés que te vean comiendo y bebiendo. La ELA te embrutece.

Empezás a querer esconderte. Salvo los pacientes exhibicionistas, esos que están en una silla de ruedas sin poder mover nada y sienten que tienen que mostrarlo como algo normal. Gente a la que los antidepresivos les hacen mucho efecto; de otro modo no se explica que quieran exhibir semejante destrozo. A menos que seas Stephen Hawking, que siempre fue una desgracia estética pero tuvo una cabeza privilegiada.

A mí me funcionan bien una mano y una pierna, lo que me permite trabajar, pero en casa, escondido. Una sola pierna que funciona es lo mismo que nada. Se necesitan dos para caminar, así que espero que la enfermedad siga con la otra y terminemos con el entusiasmo banal de tener una pierna sana. La gran pregunta es qué se puede hacer con un cerebro y una mano. Yo creo que algunas cosas se pueden hacer. Escribir, por ejemplo, que es lo que hago todos los días en mi vida de minusválido.

Debo admitir que tengo una característica complicada para estar enfermo. No creo en Dios y ni siquiera soy agnóstico: soy ateo. No creo en la medicina alternativa ni en los laboratorios que se hacen ricos vendiendo ibuprofeno, y ningún dueño de ningún laboratorio va a vender su yate para investigar la cura de una enfermedad que afecta a poquísimas personas. Los entiendo, la ELA no es una causa popular. No creo en nada: ni vírgenes milagrosas, ni reiki, ni constelaciones familiares, ni homeopatía. En nada. Todo me da risa y si pruebo algo de eso me tiento al minuto.

Me gustaría creer en algo, porque el ratito en que uno prueba con algo hasta que se da cuenta de que es un fraude suele ser agradable, pero no puedo. Sólo creo en los antidepresivos y en algunas drogas ilegales para mantener el ánimo. No espero más. Por un lado es malo, porque te perdés esos minutos de ilusión, pero yo prefiero vivir sin otra expectativa que empeorar. El cerebro queda siempre, y es el único órgano que vale la pena. Uno es un cerebro, y con la ELA esa percepción se agiganta. Si tenés ELA, la única alternativa para no convertirte en una planta delante del televisor es expandir la actividad cerebral al límite. Al sistema sólo le importa que el paciente viva más, no importa cómo. Lo único que puede interesarme de este asunto es exigirle a mi cerebro como nunca lo hice cuando estaba sano.

Ser ateo y tener una enfermedad incurable abre un tema de reflexión. Ante todo, me gustaría aclarar que no soy un ateo fanático, como Christopher Hitchens. Lo vivo, más bien, como una falta. Me hubiese gustado creer en Dios, pero no puedo. Soy, como decía Albert Camus, un hombre en busca de la fe que nunca la encontró. Siempre les agradezco a quienes me dicen que rezan por mí; agradezco ser sujeto pasivo de los rezos de los demás.

Me gustan algunas cosas de la religión católica y del judaísmo, pero tienen historias muy poco creíbles para quien necesita de hechos comprobables. Los ejemplos disparatados son infinitos. A Mahoma lo tocó un ángel que bajó del cielo y le dictó el Corán. ¿De verdad alguien puede creer eso? Hace falta un acto de fe, una entrega incondicional del pensamiento que yo no tengo. No me jacto de eso; simplemente no me pasa.

Creo que cuando morimos sólo desaparecemos bajo la tierra o en cenizas. Con los millones de personas que mueren por día, es ilógico pensar que va a haber una clasificación de cada uno para su destino final. Game over es el momento en que uno deja de respirar. Todo termina ahí.

La pregunta es si es mejor o peor creer en Dios cuando la muerte empieza a verse de cerca. Los creyentes tienen expectativas; los ateos la pasamos peor ante nuestro destino: ser un cuerpo incinerado o enterrado. Además, yo nunca creí en Dios y si ahora me volviera creyente parecería un acomodaticio que quiere hacer méritos porque el final se acerca. Ser ateo toda la vida y volverse creyente en la enfermedad sería un desastre.

No creo ser el mismo ya. Era un buen polemista y ahora no puedo hablar bien, no camino bien, no tengo vida social y todo es raro.

Ser ateo tiene la ventaja de que uno vive con intensidad lo que queda. Como cuando tocan la campana en los pubs ingleses para avisar que están por cerrar y la gente toma un par de cervezas rápidas. Vivir el final tiene algo interesante; la noción de final es parte de la vida. Yo prefiero vivirlo así, sin consuelo ni ningún Dios con quien enojarme. Ha muerto tanta gente a lo largo de los siglos que nuestra muerte no puede ser un acontecimiento destacable en la historia de la humanidad. Los demás seguirán su vida sin acordarse demasiado del muerto, salvo en anécdotas. Tu mujer tendrá otro novio, tus hijos te recordarán emocionados en Navidad y todos tus amigos seguirán su vida recordándote con alegría por los momentos vividos. Nadie, afortunadamente, queda pendiente de un muerto. Y el muerto no se entera de nada, porque está muerto.

Pero la ELA te convierte en otra persona en la etapa previa a la muerte. No creo ser el mismo ya. Era un buen polemista y ahora no puedo hablar bien, no camino bien, no tengo vida social y todo es raro. Mi vida estuvo ligada a los placeres físicos e intelectuales. Los placeres físicos desaparecen: tu cuerpo se vuelve una cárcel y eso es lo que más extraño. Los placeres intelectuales, en cambio, puedo mantenerlos. Leer, escribir, hablar con amigos, escuchar música, ver películas: todo eso sigue siendo posible.

Lo que me intriga es eso que un enfermo produce en los demás. Me doy cuenta de que ellos también perciben que soy otra persona, pero no lo dicen. Se vinculan con vos por el pasado y el afecto compartido. Pero un enfermo de ELA no hace nuevas relaciones. El feísmo del enfermo de ELA es muy notorio. Tengo que resolver ese problema, porque siempre amé la belleza. Amar la belleza y convertirte en algo feo es una de las cosas más difíciles. La misma persona que antes te miraba con una chispa de simpatía, y hasta una imperceptible tensión sexual, ahora te mira con lástima. Y a mí me resulta insoportable la lástima.

Y exijo el derecho inalterable a putear. Putear me calma, me da paz.

Una consecuencia de la ELA es la infantilización del paciente. La gente asocia una enfermedad grave con hablarle al paciente como si fuera un niño, bajo la idea espantosa de que ese tono es una manera de darle amor. Pero el amor no te arregla semejante desastre físico. “No se puede vivir del amor” decía Andrés Calamaro, y yo firmo esa sentencia. Cada vez que me hablan de manera infantil, siento una oleada de odio. Cultivar el buenismo es insoportable siempre, y cuando uno tiene una enfermedad como esta, es peor aún. El paciente, antes que paciente, es una persona, y las personas tienen deseos y necesidades. Transformarlo en discursos del bien es insoportable. Mis niveles de tolerancia han bajado y lo único que acepto es que me hablen en serio o que me hagan reír.

Hace años vi una película canadiense llamada Las invasiones bárbaras, en la cual un enfermo terminal pasa su agonía con una joven que le lleva heroína como paliativo. Recuerdo la buena impresión que me causó ese hecho y cómo me parecía lógico que uno atravesara la agonía pasándola bien en lugar de sufriendo. También recuerdo discusiones con gente a la que le parecía mal. En Aniquilación, de Michel Houellebecq, hay un personaje con cáncer en la boca que se niega a una operación cruenta y decide pasar sus últimos días en paz teniendo sexo con su esposa. Aún no estoy en ese punto, pero voy a tener que poner en práctica cosas que he pensado toda la vida. Uno puede atravesar una enfermedad terminal mientras la vida no sea sólo un espanto. Cuando sólo queda el espanto, hay que buscar las drogas, el sexo o, si tienes la suerte de vivir en un país que la tenga, la eutanasia: el mayor logro de la humanidad para quienes no tienen esperanza y sólo conviven con el infierno.

No he decidido recurrir a ella todavía, pero saber que está a mi disposición me alivia. La eutanasia es la más liberal de las muertes y es mucho mejor que suicidarse.

Uno no puede decidir nacer, pero puede decidir morir. Vivir no debe ser obligatorio. No he decidido recurrir a ella todavía, pero saber que está a mi disposición me alivia. La eutanasia es la más liberal de las muertes y es mucho mejor que suicidarse, algo muy traumático para los que quedan. Además, los que se suicidan no lo habían hecho nunca antes: pueden fallar o hacer un enchastre. Siempre pensé lo mismo respecto a este tema. Tener ELA, que puede llevar a una instancia de puro dolor e incomodidad, me lleva, naturalmente, a pensar en eso de nuevo. La muerte más civilizada es la que uno decide en pleno uso de sus facultades.

No tengo ningún interés en probar hasta dónde llega mi capacidad para soportar el dolor o la ruina física. Hay parámetros que sirven de guía: poder trabajar es un motivo para estar vivo, los momentos de placer son otro. Yo ya tuve una vida fabulosa e intensa. La medicina actual se nutre de la idea de estirar la vida, pero el tramo final no puede arruinar lo que vino antes. Mi promedio es alto y debo conservarlo. Hay que respetar el estilo de vida hasta el final. Una agonía cruenta es algo que uno debe evitarse a sí mismo y evitarles a los demás.

La vida tendría que tener velatorios parciales. El Darío de antes de la enfermedad ya murió. El actual es otra persona con otra vida y otros pensamientos. No extraño mi pasado: viví muy bien y atesoro un montón de experiencias. Pero hay algo que sí me afecta: perderme mucho de la vida de mi hijo. Creía que no iba a ser padre hasta que conocí a mi mujer, y desde que ella quedó embarazada empezó una etapa luminosa en mi vida. Vivíamos en Berlín y estábamos juntos todo el tiempo. Yo tenía 54 años y era el momento ideal para tener un hijo. Quería a mi mujer como nunca había querido a nadie, ya sin las urgencias de ego que todos tenemos de jóvenes.

Desde que nació Theo pasamos mucho tiempo juntos. El celular me muestra fotos en las que estamos los tres: en Berlín, en Madrid, en Buenos Aires, siempre juntos. Todo eso pasó hasta los cinco años de Theo y me da mucha bronca pensar que él no se acuerda y que la imagen que tendrá de mí será la de un tipo enfermo con el que compartió cosas de manera limitada. No hay jugar al fútbol, ni paseos, ni ir al parque de diversiones. Es lo que más me afecta, al punto de haber evaluado la eutanasia cuando empecé a estar mal, porque me preguntaba qué era más traumático para Theo: un padre muerto o un padre deteriorado. Lo hablamos con mi mujer y vimos que todavía podíamos compartir algunas cosas, que valía la pena intentarlo.

Estoy muy atento a mi deterioro y sigo pensando en eso a diario. De todas las torturas que me depara la enfermedad, ser un padre limitado es la peor y la que no tiene solución. Escribir me calma porque pienso que cuando crezca y yo esté muerto, él podrá leerme.

Escribí estos capítulos, que serán parte de un futuro libro, escuchando Obertura de Tannhäuser, de Richard Wagner, por la Filarmónica de Berlín dirigida por Claudio Abbado”.

(*) Texto publicado en Seúl.